Yo, lo admito, tengo una visión bastante gramatical de la enseñanza de una segunda lengua, y eso que no soy filólogo. ¿Qué significa esto? Pues que la gramática juega un papel importante en mis clases, en mi planificación. Eso no quiere decir que haga una enseñanza tradicional en el sentido más peyorativo posible, no. Trato de llevar a cabo tareas (aunque todavía me cuesta captar la esencia de este concepto tan conocido teóricamente y en la teoría), crear blogs para mis alumnos, buscar información para hacer exposiciones sobre aspectos de la cultura española (o no), etc. Es decir, no nos dedicamos a rellenar huecos pero ahora bien, sí intento ayudar a mis alumnos a que tengan una conciencia gramatical, a que descubran ellos reglas gramaticales, a que las sepan expandir a otros contextos.
Pues bien, con los niños no me veía haciendo este tipo de cosas. No puedes enseñarle a un alumno que no sabe leer la conjugación de un verbo, así que tenía que adaptarme. Debía hacer que los alumnos aprendieran jugando, sin darse cuenta de que aprenden (cosa sumamente compleja), proponiéndoles múltiples actividades durante la hora y media de clase para que se aburrieran o desconectaran.
Han pasado ya casi 6 meses desde que empecé esta nueva experiencia y de lo que estoy seguro es de que tras esa hora y media salgo agotado. Necesito tal concentración para no perder el hilo (y a veces los nervios), para que aparquen un poco el francés (o que no olviden que están en una clase de español) que las fuerzas se desvanecen tras esa “terapia”. También creo que han mejorado su comprensión auditiva y que tienen un mayor vocabulario pero está claro de que todavía me queda mucho por aprender de ellos, de su modo de aprendizaje, de cómo motivarles a lanzarse a hablar un idioma que no dominan sin ese miedo al error, a que no se aburran a veces en clase, a que sigan viniendo…
No sé si el próximo año seguiré teniéndolos pero sé que ellos me han hecho que hoy sea mejor profesor.
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